Una profesión poco glamorosa… ¿y, además, políticamente incorrecta?

Por Myriam Zawoznik*

Sumergirse en las profundidades pragmáticas y estéticas del texto es una aventura grata y, a la vez, compleja. Los correctores (a secas, de estilo, de textos, literarios… como quiera usted llamarlos) aprendemos a desmenuzar los escritos poniéndonos simultáneamente al servicio de tres actores centrales del proceso comunicativo, que nombraré usando el masculino genérico en honor a la brevedad (como ya lo he hecho al comienzo de esta oración y lo seguiré haciendo en el resto de la nota): el lector, el autor y el código compartido. Hasta donde yo recuerdo, no había un cuarto actor llamado «sectores históricamente invisibilizados», a los que debíamos ayudar a visibilizar. Pero, sí, una hermana mayor que procuraba la universalidad del código dentro del mundo hispanohablante (y no su «corrección política»): la norma.

Pero sucede que el mundo yira y yira, y la norma académica del español, quizá hoy más que nunca, se ideologiza y, en consecuencia, se cuestiona. No pretendo opinar aquí si eso está bien o mal. Solo quiero llamar la atención de mis colegas acerca de nuestro papel en esta discusión. No somos los autores de los textos que corregimos, por ende, no tenemos la responsabilidad ideológica de su contenido. Sabemos qué es lo que marca la norma académica y, en principio, nos contratan y nos pagan para que los textos «estén bien escritos» desde lo formal (es decir, conforme a la normativa actual), no desde lo ideológico. Algunos autores pueden requerir nuestra opinión o pedirnos colaboración para construir un ethos discursivo determinado, y cada quien es libre de acceder a ese pedido a su parecer, pero debe quedar en claro que se está dando una opinión personal, no fundada en razones lingüísticas.

Se suele decir que nuestra tarea poco luce, porque la misión bien cumplida pasa más por lo que el texto drena (errores, erratas, incoherencias) que por lo que el texto absorbe (alguna que otra tilde o coma; nadie aplaudirá por eso). La escasa demanda de nuestros servicios sugiere que solo quienes tienen muy afinado el sentido de la buena prosa –construido, sobre todo, desde la educación formal– aprecian nuestra labor. Los docentes (enseñando e incentivando la lectura) y los editores (requiriendo nuestros servicios) deberían ser nuestros principales aliados en la generación y preservación de ese consumidor de textos, especie que parece tender a la extinción. Mientras esperamos a que soplen nuevos vientos por ese lado, definamos lo mejor posible nuestra identidad profesional e intentemos visibilizarnos desde el lugar que realmente tenemos en el circuito editorial (sea el tradicional o el de las nuevas tecnologías), manteniéndonos al margen de discusiones con mucha prensa, pero que ya se han apartado del dominio lingüístico que nos compete.

*La autora es correctora literaria egresada del Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y docente e investigadora en la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la UBA. Corrige, entre otros materiales, la Revista Argentina de Microbiología y la Revista Argentina de Cardiología.