Por Ariel García
Es un hecho que cada vez más autores recurren a herramientas como ChatGPT para encarar su primera publicación, ensayar nuevas versiones de sus textos o explorar otras motivaciones. Imagino que algunos lo hacen por necesidad; otros, por desconocimiento del trabajo que realiza un corrector humano; y muchos, simplemente porque pueden y les resulta suficiente. Lo entiendo, y no me corresponde juzgarlo.
Solemos escuchar que la inteligencia artificial, aplicada a la corrección de textos, carece de oficio e intuición; que no posee ese «oído» entrenado capaz de identificar por qué un adjetivo no solo es correcto, sino también un compromiso con la belleza, o por qué una coma puede sabotear un giro narrativo. Y hasta podemos aceptar estas opiniones. No obstante, enfrascarnos en esta diferencia —que, además, es coyuntural— puede distraernos de lo esencial. Lo que en verdad está en juego no es únicamente el acceso a una corrección «humana», sino el lugar simbólico y cultural que ocupa nuestro trabajo dentro del entramado literario.
La labor de PLECA, en este sentido, es ejemplar: fortalece nuestra voz como colectivo y lo hace con admirable solvencia. Es una suerte para nosotros poder contar con la existencia y la asistencia de esta asociación. Sin embargo, hay momentos que exigen la acción directa de sus miembros, de cada individuo, en distintos espacios. No se trata de reclamar ni de lamentarnos, sino de explicar mejor lo que hacemos, de mostrar por qué nuestro trabajo vale lo que vale.
Tal vez sean diversos los factores que hicieron que algunas personas ya ni se detengan a sopesar el valor de una revisión profesional. Somos nosotros, correctores de textos, los primeros responsables de motivar a esa fracción del público para que comprenda la trascendencia de nuestra tarea.
Si advertimos que ciertas tendencias desfavorecen nuestra profesión, contrapongámosles argumentos, actos y razones. Y no solo dentro de foros o grupos cerrados para especialistas: hagámoslo afuera, llevemos la voz al terreno donde nos escucha nuestro cliente potencial.
Salgamos a contar nuestro oficio. Es cierto que esto ya lo hace PLECA —y de manera inmejorable—, pero me refiero a potenciar esa obra colectiva, a multiplicar las acciones personales en defensa de nuestra práctica.
Creo que yo no he sido lo suficientemente activo en la tarea de sacar mi oficio de la panza de internet durante los últimos años: «salir a la calle», como suelo decir, «salir a contar lo que hago». Los correctores, además de saber jugar con las palabras, también podemos conquistar con ellas. Pero sí me he empeñado en hablar el idioma del cliente. En lugar de explicar qué es un anacoluto o un gerundio de posterioridad —aunque también lo hago—, prefiero hablar del resultado: ¿qué sucede cuando un texto está mal corregido?, ¿qué se gana con una lectura profesional? Aun así, por razones contractuales, no he podido narrar procesos de trabajo con autores ni mostrar cómo un texto ganó fuerza, cómo una corrección fue decisiva para una publicación o para superar un bloqueo.
Muchos escritores quieren saber qué hace exactamente un corrector, cómo trabaja, por qué sus sugerencias no son meras manías. No se trata únicamente de decir «corrijo textos». Según mi criterio, al mostrar y mostrarnos de una manera más activa, por ejemplo, mediante artículos en los que compartimos experiencias y conocimientos (sin un bombardeo publicitario centrado en lo buenos que somos en nuestro oficio), podemos generar una forma de extrañamiento deliberado: damos a ver, como si fuera por primera vez, aquello que suele permanecer oculto. Me consta que hay colegas que lo hacen. Son quienes comprenden que un giro colectivo no es posible sin un cambio individual. Vaya para ellos mi reconocimiento.
Estoy convencido de que, al menos en la corrección de textos literarios, ese equilibrio entre ofrecer un servicio y compartir una reflexión es una forma legítima de contar lo que hacemos. No se trata simplemente de vender correcciones, sino de comunicar qué significa leer con otro nivel de atención; de mostrar que corregir es también pensar el mundo con otras palabras.
Ahí afuera hay una porción de la sociedad que hoy vuelve necesaria la existencia del corrector de textos. La inteligencia artificial, también a nosotros, nos empuja a redefinir la profesión.